jueves, 2 de julio de 2009

El Día que la Música Murió



Mira una vez más a su alrededor y siente la expectación profunda. Todas esas personas están ahí esperando a que diga algo. Cierra los ojos por un momento y la misma pregunta que lo atormenta desde siempre se le aparece nuevamente: ¿es que no lo conté todo ya?

El destino es intransigente e iconoclasta. Hace poco ha vuelto a pasar y sin embargo la primera vez parecía un momento único. Algo que el universo había escogido solo para él y su generación. Para ellos fue que escribió aquel mensaje críptico de 1972. Miles de jóvenes lo aceptaron de inmediato porque era una biografía colectiva. Un fresco de amor, paz y adiós a la inocencia donde él, sus amigos y el whisky, le cantaban a un mar que ya no acudiría a la cita nunca más: “este será el día en que moriré”.

Por un momento pensó que, para las generaciones los ideales se hacen añicos revelándose al final que lo que uno pensó que era roca sólida resultó ser un cristal muy fino. Esto pasa cuando el abanderado de la generación cae, junto con el también cae lo que representó para los miles de adolescentes que le seguían. Hasta que alguien mas recoge la antorcha y alumbra en otra dirección. Así fueron todos esos días en que el diablo sonrió con deleite.

Así fue el 3 de febrero de 1959: el avión en llamas, la novia que espera de blanco y al compas del reloj Elvis sigue moviendo la pelvis, el piano arde bajo grandes bolas de fuego mientras Jerry Lee Lewis sigue tocando y Chuck Berry baila con paso de pato si Little Richard grita bi-ba-bo-lu-ba-bi-lam-bam-bu.

Así fue el 8 de diciembre de 1980: los lentes caen al suelo tras los disparos, los miles de velas encendidas imaginan una oportunidad a la paz, hay una chica histérica ante un puñado de pasto que pisó Paul, la tabla de surf que monta las ondas de radio no puede detener la invasión británica en América, Sus Satánicas Majestades enseñan la lengua al tiempo que los ángeles del infierno hacen rugir sus motocicletas, Morrison abre las puertas de la percepción y desaparece tras ellas junto a Janis, Hendrix toca la guitarra con los dientes y Bob Dylan deja rodar a las piedras como respondiéndole al viento.

Así fue el 24 de noviembre de 1991: el sida expía los excesos que dejó la Rapsodia Bohemia, Tommy juega al pinball, Led Zeppelin sube la escalera al cielo, el pato Donald camina las calles de ladrillo amarillo, Ziggy Stardust conoce a las arañas de Marte, los fantasmas se divierten en el Hotel California, la policía ronda en cada suspiro, la televisión mata a la estrella del radio, las piernas de Tina Turner no se cansan de bailar y aunque el verano del ’69 haya quedado muy atrás y el rockero sexy sea ahora viejo y se haya vuelto un crooner, el baterista sabe que no se necesita saco para volver a escucharle pues sigue siendo rock and roll para el pianista.

Y así fue el 25 de junio de 2009: una mano enguantada dice adiós al hombre que quería ser blanco y no quería crecer. Otro cadáver que huele a espíritu adolescente. Durante trece minutos los zombies bailan en un cementerio, Marilyn Manson regresa del infierno, el hombre a la luna, Madonna se masturba sobre el escenario y los demás cantan una canción por África. Bon Jovi eleva una plegaria, Bono aún no encuentra lo que andaba buscando, la música se vuelve ruido, los raperos se hunden en el crimen y el hip hop en la pornografía. Nada importa, de cualquier manera la lluvia de noviembre pronto pasará.

Después de todo este vaivén de imágenes Don refunfuña escéptico, o quizá piensa, que sería justo conceder otros versos a su enigmático himno… ¿Acaso no tiene derecho cada generación a recibir las señales portentosas del destino para guiar su propia melancolía?... Aspira por última vez y escucha a su propia voz, ahora firme y serena por los años, decir una vez más:

“Hace mucho, mucho tiempo,
todavía recuerdo,
cuando la música solía hacerme sonreír…”