En su recuento de los hechos, Mark Bowden establece que Matar a Pablo se hizo realidad para los Estados Unidos poco después de La Caída del Halcón Negro en la segunda mitad del año de 1993. El cadáver acribillado del rey de la cocaína sobre el tejado de una casa en el barrio de Los Olivos fue el punto final para una historia que comenzó un par de décadas atrás y que convirtió a Medellín en el centro de poder del criminal mas poderoso del mundo: Pablo Escobar Gaviria.
En la década de los setenta, el sector de la sociedad norteamericana que se inclinaba por el consumo de las drogas dejó de lado la mariguana y comenzó a demandar cocaína. Pablo Escobar, que había comenzado su carrera delictiva como ladrón de lápidas, pronto vio en esto un área de oportunidad para obtener enormes ganancias y se convirtió en el principal proveedor de coca y en el líder de un poderoso cártel cuya base se hallaba en la ciudad de Medellín, en el departamento colombiano de Antioquía. Al poco tiempo Escobar dirigía un imperio plagado de castillos construidos con arena blanca e idolatría popular y habitados por la sangre y el terror.
Para los pobres de la ciudad Pablo Escobar era simplemente “El Patrón”. Un patrón que veía por ellos cual Robin Hood contra los abusos de los poderosos. Un patrón que siempre tenía abiertas las puertas de su casa para ellos. Una casa que en realidad era una finca enorme, la Hacienda Nápoles, en cuya entrada se posaba la avioneta con la cual realizó su primer viaje de negocios a los Estados Unidos y que tenía un enorme zoológico al interior que podía visitar cualquiera que viviera o estuviera de paso por Medellín. Era tanta la popularidad de Pablo entre la gente del pueblo que a principios de la década de los ochenta llegó a ser elegido representante sustituto en el Congreso de la República. En esos momentos él se veía a sí mismo como la versión colombiana de su ídolo, el revolucionario mexicano Pancho Villa.
El Cártel de Medellín había impuesto desde el comienzo una ley en el lugar que se exportó a toda Colombia, la cual ofrecía la disyuntiva inapelable de plata o plomo para todos los oficiales de policía, funcionarios de justicia y soldados del ejército: “o tomas el dinero o te mueres” era la oferta irrechazable para quien tuviera que negociar con ellos. Algunos se rehusaron a hacerlo como el Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla o el candidato presidencial, Luis Carlos Galán y el cártel les pasó la fatal factura.
La administración del presidente Reagan había calificado a los cárteles colombianos de la droga como un peligro inminente para la seguridad nacional y les había declarado la guerra a mediados de los ochenta. Tom Clancy tomaría la declaración de Reagan (A Clear and Present Danger) como título para una de las novelas de su famoso agente Jack Ryan, que en el cine sería encarnado por Harrison Ford en 1994 y en la cual combatía a un villano inspirado en el famoso narcotraficante colombiano. Con la intervención de los Estados Unidos en la caza de narcotraficantes en Colombia, Pablo Escobar y los jefes de los diferentes cárteles unieron fuerzas y fueron capaces de financiar a un comando terrorista, el M19, el cual tomó el Palacio de Justicia en noviembre de 1985 para exigir la revocación de los convenios con el gobierno americano: “preferible una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos”. El Congreso cedió. Virgilio Barco, presidente entrante lo ignoró y renovó los tratados. Esta vez la inteligencia militar norteamericana instalaría una central en Colombia llamada Centra Spike.
Debido al asesinato de Galán en 1989, a veces equiparado con el de Eliécer Gaitán en los cuarenta, César Gaviria se vio de pronto en la primera magistratura y lo primero que enfrentó fue aquella Noticia de un Secuestro que se le repitió una y otra vez por todo el país y que tiene a Gabriel García Márquez como su mejor relator. Como medida de presión hacia el gobierno para hacerlo desistir de firmar un tratado de extradición con los Estados Unidos de los peces gordos de la droga, Pablo Escobar diseñó una ola de secuestros que tenían como blanco miembros de familias ricas y ligadas al poder en el país. Con este acto comenzó a perder popularidad entre las masas que antes de eso lo idolatraban como a un héroe nacional.
Gaviria entendió que debía de negociar y lo hizo. Aceptó que Escobar construyera su propia prisión, una fortaleza llamada “La Catedral” en los alrededores de Medellín y que escogiera sus guardias y compañeros de celda. El capo muy dócilmente respetó el trato con el gobierno confinándose en las lujosas instalaciones de su moderna y confortable prisión, desde donde siguió dirigiendo su imperio sin mayores molestias. Fue precisamente esa charada la que los Estados Unidos forzaron a desmantelar al presidente Gaviria y Escobar presintiéndolo se escapó por los pelos de un traslado a una cárcel formal del gobierno. A partir de ese momento empezó una de las cacerías mas descarnadas de la historia del crimen en la cual participaron Centra Spike, Delta Force, la DEA, la CIA, el comando especial denominado Bloque de Búsqueda y el ejército nacional colombiano. Además de una coalición de grupos delictivos enemigos liderados por el cártel de Cali y conocidos como los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar).
El último año de la persecución los aviones de Centra Spike patrullando el cielo de Medellín en la busca de señales de radio que dieran con el paradero de Pablo se habían vuelto parte del paisaje. Por tierra el Bloque de Búsqueda del coronel Hugo Martínez llegaba siempre segundos tarde, mientras que los Pepes brindaban una ayuda que desde el gobierno nadie les había pedido, pero que en el fondo agradecían, eliminando a todos los integrantes del cártel escobarista que se cruzaban en su camino. La fiera estaba acorralada. Alma Guillermoprieto reportaba desde el New Yorker que el imperio de Pablo Escobar poco a poco se iba desmoronando. Hasta que el día final llegó el 2 de diciembre de 1993, fecha en que el Bloque de Búsqueda llegó finalmente a tiempo para hacerlo bailar una danza mortal cuando intentaba escapar pistola en mano de su última guarida.
Han pasado muchos años y todavía no se acaba el funeral de Pablo Escobar. Las paladas de tierra que los medios de comunicación siguen arrojando sobre su tumba han servido para revelar muchos de los vergonzosos engranes que han servido para su supervivencia a la clase política colombiana de las últimas décadas. Poco después de concluida la caza de Escobar, Joe Toft, responsable de las operaciones de la DEA en Colombia en esos años, dejó un dardo envenenado en la prensa al hacer pública la existencia de dinero del Cartel de Cali en la campaña presidencial del siguiente presidente colombiano, Ernesto Samper. Más recientemente la periodista y amante del narcotraficante, Virginia Vallejo, en su libro Amando a Pablo, Odiando a Escobar ha abierto la polémica sobre las implicaciones con el narco que, en su pasado político, tuvo el actual presidente Álvaro Uribe.
Después de Pablo Escobar a Medellín solo le quedó la resaca de una orfandad violenta e incoherente que Fernando Vallejo describe con toda crudeza en La Virgen de los Sicarios, pero mientras la sombra de El Patrón se irguió sobre la ciudad al resto de Colombia solo le quedó el plomo para negociar con un hombre que en vida tuvo la plata suficiente para comprar a todo un país.
En la década de los setenta, el sector de la sociedad norteamericana que se inclinaba por el consumo de las drogas dejó de lado la mariguana y comenzó a demandar cocaína. Pablo Escobar, que había comenzado su carrera delictiva como ladrón de lápidas, pronto vio en esto un área de oportunidad para obtener enormes ganancias y se convirtió en el principal proveedor de coca y en el líder de un poderoso cártel cuya base se hallaba en la ciudad de Medellín, en el departamento colombiano de Antioquía. Al poco tiempo Escobar dirigía un imperio plagado de castillos construidos con arena blanca e idolatría popular y habitados por la sangre y el terror.
Para los pobres de la ciudad Pablo Escobar era simplemente “El Patrón”. Un patrón que veía por ellos cual Robin Hood contra los abusos de los poderosos. Un patrón que siempre tenía abiertas las puertas de su casa para ellos. Una casa que en realidad era una finca enorme, la Hacienda Nápoles, en cuya entrada se posaba la avioneta con la cual realizó su primer viaje de negocios a los Estados Unidos y que tenía un enorme zoológico al interior que podía visitar cualquiera que viviera o estuviera de paso por Medellín. Era tanta la popularidad de Pablo entre la gente del pueblo que a principios de la década de los ochenta llegó a ser elegido representante sustituto en el Congreso de la República. En esos momentos él se veía a sí mismo como la versión colombiana de su ídolo, el revolucionario mexicano Pancho Villa.
El Cártel de Medellín había impuesto desde el comienzo una ley en el lugar que se exportó a toda Colombia, la cual ofrecía la disyuntiva inapelable de plata o plomo para todos los oficiales de policía, funcionarios de justicia y soldados del ejército: “o tomas el dinero o te mueres” era la oferta irrechazable para quien tuviera que negociar con ellos. Algunos se rehusaron a hacerlo como el Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla o el candidato presidencial, Luis Carlos Galán y el cártel les pasó la fatal factura.
La administración del presidente Reagan había calificado a los cárteles colombianos de la droga como un peligro inminente para la seguridad nacional y les había declarado la guerra a mediados de los ochenta. Tom Clancy tomaría la declaración de Reagan (A Clear and Present Danger) como título para una de las novelas de su famoso agente Jack Ryan, que en el cine sería encarnado por Harrison Ford en 1994 y en la cual combatía a un villano inspirado en el famoso narcotraficante colombiano. Con la intervención de los Estados Unidos en la caza de narcotraficantes en Colombia, Pablo Escobar y los jefes de los diferentes cárteles unieron fuerzas y fueron capaces de financiar a un comando terrorista, el M19, el cual tomó el Palacio de Justicia en noviembre de 1985 para exigir la revocación de los convenios con el gobierno americano: “preferible una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos”. El Congreso cedió. Virgilio Barco, presidente entrante lo ignoró y renovó los tratados. Esta vez la inteligencia militar norteamericana instalaría una central en Colombia llamada Centra Spike.
Debido al asesinato de Galán en 1989, a veces equiparado con el de Eliécer Gaitán en los cuarenta, César Gaviria se vio de pronto en la primera magistratura y lo primero que enfrentó fue aquella Noticia de un Secuestro que se le repitió una y otra vez por todo el país y que tiene a Gabriel García Márquez como su mejor relator. Como medida de presión hacia el gobierno para hacerlo desistir de firmar un tratado de extradición con los Estados Unidos de los peces gordos de la droga, Pablo Escobar diseñó una ola de secuestros que tenían como blanco miembros de familias ricas y ligadas al poder en el país. Con este acto comenzó a perder popularidad entre las masas que antes de eso lo idolatraban como a un héroe nacional.
Gaviria entendió que debía de negociar y lo hizo. Aceptó que Escobar construyera su propia prisión, una fortaleza llamada “La Catedral” en los alrededores de Medellín y que escogiera sus guardias y compañeros de celda. El capo muy dócilmente respetó el trato con el gobierno confinándose en las lujosas instalaciones de su moderna y confortable prisión, desde donde siguió dirigiendo su imperio sin mayores molestias. Fue precisamente esa charada la que los Estados Unidos forzaron a desmantelar al presidente Gaviria y Escobar presintiéndolo se escapó por los pelos de un traslado a una cárcel formal del gobierno. A partir de ese momento empezó una de las cacerías mas descarnadas de la historia del crimen en la cual participaron Centra Spike, Delta Force, la DEA, la CIA, el comando especial denominado Bloque de Búsqueda y el ejército nacional colombiano. Además de una coalición de grupos delictivos enemigos liderados por el cártel de Cali y conocidos como los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar).
El último año de la persecución los aviones de Centra Spike patrullando el cielo de Medellín en la busca de señales de radio que dieran con el paradero de Pablo se habían vuelto parte del paisaje. Por tierra el Bloque de Búsqueda del coronel Hugo Martínez llegaba siempre segundos tarde, mientras que los Pepes brindaban una ayuda que desde el gobierno nadie les había pedido, pero que en el fondo agradecían, eliminando a todos los integrantes del cártel escobarista que se cruzaban en su camino. La fiera estaba acorralada. Alma Guillermoprieto reportaba desde el New Yorker que el imperio de Pablo Escobar poco a poco se iba desmoronando. Hasta que el día final llegó el 2 de diciembre de 1993, fecha en que el Bloque de Búsqueda llegó finalmente a tiempo para hacerlo bailar una danza mortal cuando intentaba escapar pistola en mano de su última guarida.
Han pasado muchos años y todavía no se acaba el funeral de Pablo Escobar. Las paladas de tierra que los medios de comunicación siguen arrojando sobre su tumba han servido para revelar muchos de los vergonzosos engranes que han servido para su supervivencia a la clase política colombiana de las últimas décadas. Poco después de concluida la caza de Escobar, Joe Toft, responsable de las operaciones de la DEA en Colombia en esos años, dejó un dardo envenenado en la prensa al hacer pública la existencia de dinero del Cartel de Cali en la campaña presidencial del siguiente presidente colombiano, Ernesto Samper. Más recientemente la periodista y amante del narcotraficante, Virginia Vallejo, en su libro Amando a Pablo, Odiando a Escobar ha abierto la polémica sobre las implicaciones con el narco que, en su pasado político, tuvo el actual presidente Álvaro Uribe.
Después de Pablo Escobar a Medellín solo le quedó la resaca de una orfandad violenta e incoherente que Fernando Vallejo describe con toda crudeza en La Virgen de los Sicarios, pero mientras la sombra de El Patrón se irguió sobre la ciudad al resto de Colombia solo le quedó el plomo para negociar con un hombre que en vida tuvo la plata suficiente para comprar a todo un país.
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