El paquete completo consistía de la edición especial del Tarot de Marsella con setenta y ocho cartas, un libro introductorio de pasta blanda encuadernado con arillo metálico, una especie de diario con hojas de colores para registrar las tiradas, un infograma muy popis a guisa de pronta referencia y una caja de lujo con cierre magnético.
Todas las mañanas practicaba
con la tirada más sencilla que encontré, que consistía en descubrir tres cartas
para saber cómo iba a ir el día. En esta se usaban solo arcanos mayores, decía
mi libro que con ellos era suficiente para saber las directrices de una
lectura, los arcanos menores eran más recomendados para dar detalles. Siempre
me salía el Diablo… y otras dos.
Es pertinente aclarar que
llegué a este punto por culpa de Jodorowsky. Si, comencé haciéndome el
interesante con una gringa que me preguntó si lo conocía y yo de salido le dije
que sí. Le aclaré que los conceptos que manejaba eran muy profundos como para
explicárselos de una sola vez y que nos tendríamos que seguir viendo en aras de
la precisión. Ella aceptó interesada y esto me permitió irme ipso facto a
documentar: la psicomagia, el acto poético, la meta genealogía y sobre todo el
tarot.
Con lo que no conté es que
antes de embobarla me embobé yo con Jodorowsky. Los reto a que no lo hagan. Así
como los cañonazos de Obregón me gustaría conocer al valiente que resista cinco
minutos escuchándolo hablar sin sentir que su espíritu se eleva hacia el
universo, navegándolo hasta sus confines dentro de una cáscara de nuez. Me
pareció fascinante descubrir que el cerebro acepta la metáfora y uno puede
curarse por medio de actos que funjan como alegorías liberadoras de nuestros
traumas, que se puede crear otra realidad dentro de una existente mediante la
poesía en acción, que podemos dejar de ser el vehículo de las personalidades
que nos determinan por haber heredado sus nombres y sobre todo que podemos
conocernos profundamente si aprendemos a leer en las cartas los rasgos que nos
definen.
De todo esto resultaron dos
cosas. La primera es que expulsé a la gringa de mi vida porque la encontré de
una pobreza espiritual insultante (además no se dejó convencer) y la otra es
que me obsesioné en ir a Paris a que me leyera el tarot Jodorowsky. Alguna vez
había leído un artículo de Martín Solares donde detallaba su experiencia al
visitar el café La Téméraire en la ciudad luz donde Jodorowsky lee el tarot
todos los miércoles. De hecho me atreví a molestar a Martin para pedirle los
datos exactos del hebdomadario ritual. Martín con infinita paciencia y cortesía
se tomó la molestia de atender mi duda: “El
café está en el boulevard Daumesnil de París. Jodorowsky echa las cartas por la
tarde pero tienes que darte una vuelta muy temprano para que anoten tu nombre
en una lista, y para eso te van a cobrar. Como a eso de las siete de la noche
empiezan a llamar. Hasta aquí lo que preguntaste. Pero si aceptas un consejo y
puedes ir a París aprovecha para conocer la ciudad en lugar de perder el día en
eso”.
Nunca fui a París. En cambio,
conforme iba avanzando en mi aprendizaje autodidacta de la cartomancia me fui
atreviendo poco a poco a revelar ante mis amigos los recién adquiridos
talentos. Una vez que me aceptaron en mi nueva faceta, me dediqué
descaradamente a victimizarlos echándoles las cartas en cualquier lugar que los
encontrara (así los tuviera que perseguir tres cuadras): en el café, en las
bancas de los parques, en la cola del cine, en el asiento de al lado del
autobús, en los salones de clase (vale aclarar que por esa época era yo
estudiante) y hasta en el atrio de las iglesias a la hora de la kermesse. Confieso
que no los culpo si me evitaban porque ahora que lo analizo les decía un montón
de barbaridades. A un amigo le dije enfrente de su novia que pronto iba a
encontrar el amor de su vida. A otro que me vino a consultar por un dinero que
se le perdió le dije que el responsable era un empleado con gafas que acababa
de contratar. Curiosamente el de las gafas me había consultado unos días antes
y le vaticiné que pronto habría un cambio en su vida. Me queda la conciencia
tranquila porque jamás mencioné nada que no saliera en las cartas. Luego, que
lo haya interpretado correctamente, eso ya es otra cosa. En mi descargo diré
que nadie nace sabiendo.
Así llegó el día en que Karen
aceptó que fuera el heraldo de su buena fortuna. Karen era la responsable del
área donde yo prestaba mi servicio social. Mujer seria y responsable,
felizmente casada desde hacía más de una década y amorosa madre de dos hijos adolescentes.
En resumen, alguien que no tenía mucho tiempo para perder. Para su mala suerte
era también una persona muy educada y no pudo resistirse a mi entusiasmo por
revelarle su futuro y más a fuerza que de ganas aceptó que le leyera el tarot,
aunque eso sí, me advirtió: “Yo no creo
en esas cosas”.
En aras de lucirme, preparé
una tirada especial consistente en poner doce cartas formando un círculo, cada
una de las cuales representaría el arcano rector de su vida en los meses entrantes.
Por supuesto que se descubre primero la carta del mes en curso. Era marzo, así que
conté tres posiciones en dirección contraria a las manecillas del reloj
comenzando desde la carta que había quedado en la parte superior del círculo, al
llegar a la elegida descubrí la carta en cuestión y… ¡Sopas, Perico!... que
sale la muerte.
Debo confesar que esto me
descolocó desde el principio y me puse a balbucear lo primero que se me
ocurrió: que no era la muerte sino el arcano sin nombre, que no significaba
nada malo sino más bien el fin de un ciclo y el comienzo de otro. Y no es que
la dichosa carta no hubiera salido nunca en lecturas anteriores, sino que nunca
había tenido que arrancar una lectura con ella y cualquier combinación de
repente me pareció ominosa. Poco importó que vinieran después la papisa, el
carro, la fuerza y el mago. Yo había perdido el hilo desde el principio y por
primera vez dudé de mi talento para la cartomancia. Cuando terminé (sudando a
chorros por cierto) Karen me lanzó una puya desde la trinchera de su
escepticismo: “Pues si la muerte es la
carta para este mes más le vale que se apure porque hoy es viernes 29”.
El lunes siguiente subí a
calentar mi lonche en el microondas que estaba en el área administrativa donde
Karen tenía su escritorio y después de saludar a la interfecta me concentré en
programar el aparato para resolver mi apetito cuando la voz apagada de Karen me
preguntó cómo había estado mi fin de semana. Yo sin voltear a verla le contesté
que muy bien y me interesé por el de ella por pura formalidad y fue cuando
escuché un grito desgarrador seguido de un sollozo: “Se murió mi gato”. Me volví a verla y la encontré abandonada al
llanto en su escritorio con la cara hundida entre los brazos. Hice lo que
cualquier persona que se respete hubiera hecho en mi lugar: salí corriendo de
ahí y dejé olvidado mi lonche en el micro ondas.
Sobra decir que me sentí un
miserable y un cretino (finalmente). Esa misma tarde me deshice del tarot con
la promesa de no volver a ponerme a jugar con cosas que no entiendo. A partir
de entonces con ver a Jodorowsky me conformo, que me sigue pareciendo, como
dijo Galeano de los de su tipo, uno de esos locos lindos que le hacen bien el
mundo.
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