Hace
algunos años, cuando mi hermano me quería hacer enojar solía decirme eso de “cada vez te vas pareciendo más a mi papá”.
Ahora que el espejo lo valida con mi reflejo, ya entrado en los cuarenta, con
sobrepeso, calvicie y anteojos a causa de la vista cansada, la cuestión me da
vueltas permanentemente en la cabeza. Quién se sienta identificado con lo que
digo entenderá que mi molestia de entonces por la frase de mi hermano no se
asociaba por parecerse a nadie en particular, mucho menos a alguno de nuestros
padres, sino por lo chocante de pensar en la posibilidad de tener en la vida un
destino de alguna manera sugerido en alguien más y sobre todo entender de una vez
por todas que ya no se es joven ni se volverá a serlo nunca.
La
madurez generalmente nos toma por sorpresa puesto que hacemos la travesía de
los años previos parados en la popa del barco de nuestra existencia mirando
hacia atrás todo el tiempo. Mientras avanzamos en sentido contrario oteamos
hacia la orilla que dejamos y no a la que queremos llegar en una larga e inútil
despedida de la costa del país de nuestra juventud. Por esta razón ahora acepto
la imagen de mi padre como augurio porque quiero transitar la madurez parado en
la proa de este barco de mi vida y mirando hacia el frente para definir como
quiero ser de viejo y que la agridulce senectud, con sus alegrías y recuerdos,
pero también con su vulnerabilidad y desencanto, no me tome por sorpresa. Y sí,
como a todos, me preocupa sobre todo esto último.
En
las Consolaciones
de su Biblia humanista, El Buen Libro, el filósofo inglés
A.C. Grayling expone las cuatro razones que relacionan a la vejez con la
tristeza. La primera es que nos retira de nuestros asuntos. La segunda deviene
con el debilitamiento del cuerpo. En tercer lugar, nos priva de los placeres
físicos y, por último, nos hace conscientes de estar a un paso de la muerte con
todo el terror que esto conlleva. Sin embargo, en el mismo texto nos ofrece
argumentos para lidiar con lo inevitable.
La
ansiedad en la vejez se da de la mano del abandono de nuestros asuntos. Es
bastante conocida la incidencia de depresiones crónicas en los jubilados. La jubilación,
sin embargo, debiera de ser una liberación. Recordemos que nuestra cárcel está
en nuestra mente y nuestras rutinas son los barrotes que nos apresan. Un hombre
es su proyecto y la vejez es una gran oportunidad para reinventarse desde la
base de la sabiduría de lo vivido. La clave parece estar en saber hacer la
diferenciación entre cronos y kairos cuando el retiro
nos llega. Seguir pensando en el tiempo cronológico es habitar una dimensión
que a partir de ahora pertenece a los demás. El kairos es un privilegio
que se ha ganado con el retiro y que solo la gente sabia ejerce. Es ahí donde
uno habita a su ritmo, sin compromisos externos. Hace poco me he enterado que
los griegos tienen un instrumento mágico, llamado komboloi, que usan para
relativizar el tiempo. Quizá las empresas debieran regalar uno al tiempo de
jubilarnos para poder conjurar la tentación de seguir arriba de un tren de
circuito, como es la vida, dando vueltas sin sentido. Al final nuestro destino
lo debemos decidir nosotros bajándonos en la estación más adecuada para el
cumplimiento de nuestros anhelos.
La
vejez también es sinónimo de vulnerabilidad. El cuerpo se torna más débil y el
uso de los sentidos más limitado. Los estoicos recomiendan no preocuparnos por
lo que no podamos controlar. Es perder el tiempo. Pero hay quien piensa que el
devenir de la entropía en nuestra relojería biológica se puede prevenir. Deepak
Chopra propone un modelo cuántico de nuestro cuerpo del que se destaca su
relación con la mente. Esto es importante porque impregna nuestra buena salud
con conceptos relacionados con nuestros estados mentales. Lo cuántico aparece
al suponer que nuestros condicionamientos mentales se replican a nivel
molecular y eso impacta en el buen funcionamiento de nuestro organismo. Al ser más
positivos frente a los problemas nos ayudamos a autocorregir programaciones internas
que se han desfasado debido al stress. Una metáfora excelente con la que
describe su visión es la del “río sagrado”
descrito en el Siddhartha de Herman Hesse, el cual representa a
nuestro cuerpo fluyendo con la vida. No es fácil para nuestro estilo de vida
occidental seguir esas propuestas preñadas de filosofía oriental, así que, mientras
no podamos adquirir esta magia ayurvedica, cambiar en la vejez la fuerza bruta
por el trabajo intelectual parece una solución más práctica.
Para
que la vejez no sea motivo de frustración debemos moderar gradualmente los
excesos que acarreamos en nuestros hábitos desde la juventud. Los pecados
capitales por eso son capitales. No porque se enoje Dios sino porque hay siete formas
fundamentales de actuar que a la larga nos matan. Louise L. Hay dice que
nuestros órganos se van deteriorando con el tiempo a causa de una mala gestión
emocional y de ahí vienen el cáncer y los infartos. En esta etapa debemos hacer
de la moderación una norma y solo cometer el pecado de la amistad, para evitar todos
los demás placeres que no se corresponden con la edad porque desembocaran tarde
o temprano en dolor. De este modo, en la vejez, a la hora de sentarse a la
mesa, debería ser más importante elegir la compañía que el menú.
Si
tomamos la vejez como temor, y tenemos en cuenta que es la muerte el temor más
grande del ser humano, solo contamos con la filosofía y la religión para
combatirla. Epicuro desafió el temor a la muerte razonando: “La muerte en nada nos pertenece, pues
mientras nosotros vivimos aún no ha llegado, y cuando llega ya no vivimos. La
ausencia de vida no es ningún mal. La muerte no es más inquietante que la nada
que antecede al nacimiento”. Groucho Marx, a diferencia de la mayoría de la
gente preocupada por la vida después de la muerte, se preguntaba si había vida
antes de la muerte. Bueno, hay infinidad de respuestas para él dependiendo de
la experiencia particular de cada quién. Habrá quién en la vejez se haya
acercado más que otros a la conciencia plena y entonces podrá responder que sí
a Groucho. Pero saber que pasará después de la muerte requiere de un esfuerzo
espiritual muy grande que a veces nada tiene que ver con la religión organizada
(para beneplácito de Christopher Hitchens). Esa parece ser la verdadera tarea
de un anciano que haya alcanzado esta etapa de la vida: la búsqueda personal de
la trascendencia.
Daniel
Klein es un simpático filósofo septuagenario que junto con Thomas Cathcart es
autor del famoso chiste en el cual “Platón
y ornitorrinco entran en un bar…”, también escribió un lúcido ensayo sobre
la filosofía de la vejez y al final del mismo le pide permiso a su esposa para
ser viejo. Creo que estas líneas representan un poco eso. Esto es, pedirme
permiso para dejar de ser joven. Dice Cicerón, palabras más palabras menos, que
mientras más pronto se comience a ser viejo mejor viejo se es. En mi caso aceptar
seguir esta premisa viene fácil. La nostalgia por la juventud perdida viene por
dejar de ser fuerte y bello. Yo nunca fui ni lo uno ni lo otro. Solo era más
tonto y eso se ha ido arreglando un poco, por sí solo, con los años.
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