De espaldas al Puerto transcurre la vida de la sociedad tampiqueña que naufraga sin amarras a uno de los motores históricos del desarrollo y sustento económico de la región. Divorciada, desinformada e indiferente, se deja seducir por la idea de un ave de paso que no termina de renacer de sus cenizas en Altamira porque ni siquiera ha anidado hasta ahora mas que en la imaginación febril de la gente deseosa de encontrar la fe en el porvenir de un solo golpe.
Poco importa ahora que la ciudad haya nacido de la necesidad de los repobladores de la margen izquierda del Pánuco, que al tener que huir veinte kilómetros al norte por temor a Lorencillo, regresaron un día de abril al río en busca de entrada y salida natural de sus productos para intercambiar con el interior de la región Huasteca y el exterior del país. Ya no importa y sólo queda para la anécdota histórica la efímera gloria santanista, el alijo de los navíos en alta mar con las barcazas, el fausto porfiriano que llegó con el ferrocarril y la legendaria saga del oro negro de El Águila, y el muelle rojo de los Alijadores.
Queda claro que los antiguos habitantes rendían tal respeto a la actividad que dio origen a la ciudad, que en talasocrático reconocimiento fundaron no solamente la tradicional Plaza de Armas, donde se asientan los poderes eclesiásticos y civiles, sino que también concibieron otra, la de “La Libertad”, para que albergara el Correo y la Aduana a sólo unos cuantos pasos de los muelles del puerto, para así, con esta plaza representar el puerto fundado como corazón económico y comercial de la comunidad.
Ahora desde la Plaza de la Libertad ni siquiera se alcanzan a ver los barcos y sólo los más osados que a contracorriente bajan al mercado o suben al gastronómico llegan a tener una vaga idea de la vida cotidiana del otro lado de la barda que sirve de frontera a ese mundo paralelo, el cual vive y sobrevive en una estrecha franja de la ribera izquierda del Pánuco.
El ciudadano indiferente, por lo tanto, desconoce que en el Puerto, cuando amanece el día, con el canto de la sirena caen las bragas en los barcos, las escotillas se abren y los wincheros activan las grúas. La confronta da las últimas indicaciones a la tarja. Se posicionan los tarangos. Se aseguran las almejas. Se extiende el quinciño. Se prepara el banco. El jefe del muelle recorre los nueve delantales de operación en el Recinto, que para entonces se ha poblado de alijadores, grulleros, portaloneros y mecateros. Abigarrada multitud que obliga a las gaviotas a levantar el vuelo desde los cabos que fijan el buque a las bitas. A partir de este instante esta ciudad, adyacente y alejada de la nuestra, cobra vida de manera paralela al otro lado del muro.
Es entonces cuando los “unicornios” sacarán los rollos de acero de los almacenes y los acercarán al buque. Los montacargas llevarán las palletas a estrobar, el ferrocarril se abrirá paso junto a los muelles para que sus vagones se vacíen alimentando las almejas o se llenen de maíz con la ayuda del tarango, y los camiones se alinearán con el banco para depositar cientos y cientos de costales de azúcar. Todo esto mientras los contenedores ocupan las bases e incluso el jardín central de un antiguo parque de béisbol hasta pegar de hit en la escotilla de algún barco con rumbo de ultramar.
Con esta sincronía perfecta trabajan los engranes de una maquinaria que permite al minero en Zacatecas llevar su producto a Canadá, al Ingenio huasteco endulzar el mal genio del mundo atravesando el salado mar y a la industriosa Altamira enviar DMT, PVC y TPA a USA o quizá a la ex-URSS. O trabajando en reversa, para traer acero de Chile, mineral belga, zuecos de Holanda, guano de La Guaira, harina de pescado de Ecuador al trópico o pelets y palletas de todos colores y sabores para donde se requiera al interior de esta República.
Prodigioso en su afán, del puerto seguirán zarpando los barcos que levarán sus anclas para enfilar su proa hacia altamar, que se despedirán con el lamento de sus sirenas silbando aquel viejo tango que evoca el “…torvo cementerio de las naves que al morir sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir”, y que pensarán en regresar para evitar que la profecía de la tristeza los alcance. Vivo en sus entrañas el puerto sigue latiendo a pesar de que la misma ciudad a la que dio la vida por más de siglo y medio lo estrangula con su urbanización, no dejándolo crecer ya que en su fastidio la ofende porque hace mucho ruido o la llena de polvo. Sobrevive a pesar del puerto incómodo del norte que en lugar de complementar, compite. Se conserva altivo y emblemático sin importarle tampoco la mácula híbrida entre Mediterráneo y Art Noveau en su histórico estilo neoclásico. Y sobre todo se yergue impertérrito de cara al tiempo, sintiéndose orgulloso de la gente a la cual cobija aunque la mayor parte de esta misma gente no sepa porqué debe sentirse orgullosa de él.
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